1-1. La chica misteriosa con la garra de fuego

986 d.C. Coímbra, Reino de León.

El hedor a muerte y fuego era aún fuerte en toda la zona; cientos de cadáveres insepultos de campesinos, obreros y cuantas personas que intentaron defender su ciudad, ahora se pudrían en las afueras de Coímbra; la cual yacía en ruinas.

Ciudad de Coimbra. Elyon Novela

Ciudad de Coimbra.

La muralla había sido destruida, y los soldados moros entraron a la ciudad saqueando y buscando mujeres y niños para esclavizarlos; ya que su líder, el caudillo Almanzor[1], les permitía elegirlos cómo pago de sus servicios.

Salamanca, Cuéllar e incluso Barcelona habían sido destruidas ante sus terribles manos. Para los españoles, Al-Mansur, o Almanzor, como los españoles lo conocían, era la representación del final de los tiempos; la Bestia que el libro del Apocalipsis narraba.

La bestia del Apocalipsis. Elyon Novela.

La bestia del Apocalipsis.

Los musulmanes habían llegado desde el desierto del Magreb en el norte de África hacía ya más de dos siglos, y estos habían logrado apoderarse de casi toda la península ibérica. Ciertamente los reinos cristianos habían logrado avances y victorias desde ese entonces, pero eran contadas contra el poderío del ahora llamado Califato de Córdoba en el sur; además que era generalmente vista como una de las civilizaciones más avanzadas del mundo. Era una lástima que sus tácticas militares terminaran siempre de una manera tan vil y vergonzosa como ésta.

Los soldados vestían elegantemente sus túnicas, turbantes y zaragüelles blancos, azules y ocres. Estaban armados con cimitarras, lanzas, arcos, escudos triangulares, y cotas de malla; las cuales eran muy superiores a las endebles defensas que los hombres pudieron usar para protegerse; muchas de ellas, herramientas del campo. Dado que el Reino de León estaba sufriendo por las constantes luchas contra Córdoba, había poco personal de soldados para defender sus ciudades, y, técnicamente, habían entregado a la ciudad de Coímbra a su suerte.

El caudillo moro, Almanzor, quien era ligeramente subido de peso, llegó a la ciudad montado en un elegante corcel blanco, acompañado de sus guardias personales, los cuales todos portaban cascos cónicos que les cubrían parte de los ojos, lanzas y túnicas blancas muy elegantes.

El mismo Al-Mansur estaba vestido con un turbante y una túnica roja; cargando en su lado izquierdo una cimitarra dorada con la cara de algún dios pagano, el cual decía que se trataba de un genio; criaturas mitológicas del folclore nabateo[2] que eran espíritus chocarreros que atormentaban a la humanidad.

Almanzor dio la orden a sus soldados de abrirle paso, ya que se dirigía a la catedral de Coímbra, la cual se levantaba en lo alto de la ciudad; para agradecer a Alá de su victoria. Los soldados de élite de Almanzor, los cuales lo acompañaban como si fueran su sombra, veían con desprecio las actitudes incivilizadas de los soldados rasos al tratar a la gente que clamaba por su vida y se arrodillaban para evitar ser asesinados o, en el caso de mujeres y niños, abusados sexualmente.

—Son animales, pero los necesitamos para lograr nuestro objetivo de apoderarnos de toda esta península— comentó anteriormente el caudillo moro a sus soldados de élite.

Detrás de Almanzor, un imán y un séquito de mujeres tapadas hasta los ojos con túnicas oscuras lo acompañaban.

Los cuervos empezaron a llegar a devorar los cadáveres que se encontraban fuera de la ciudad. Varios habían caído al rio, el cual se había teñido de rojo por la enorme cantidad de sangre que se derramó en el campo de batalla. Las mujeres dentro de la ciudad lloraban y clamaban piedad para poder dar una sepultura cristiana a sus maridos, los cuales habían muerto defendiendo la ciudad; pero solo terminaban golpeadas y abusadas por los soldados de Almanzor.

En el centro de la ciudad, los soldados comenzaron a juntar a las personas que habían sobrevivido, mayoritariamente mujeres, niños y ancianos. Los soldados rasgaban sus vestiduras y les ponían grilletes en sus manos para proceder a llevarlos fuera de la ciudad como, ahora, esclavos.

Coímbra se encontraba junto a un rio llamado Munda, el cual servía como una especie de barrera para evitar invasiones. Los soldados de Córdoba habían entrado a la ciudad usando el puente que se encontraba sobre dicho rio, y servía como puerta de acceso a ésta.

Algunos soldados se encontraban vigilando el puente, sin embargo, estos soldados eran bereberes, quienes eran oriundos del norte de África. Generalmente eran vistos como inferiores ante los árabes y debían tener trabajos más sucios y humillantes. Como era de esperarse, ellos vigilaban mientras que los soldados árabes podían robar botín y elegir esclavos. Los bereberes no podían participar en ninguna de estas actividades.

—Deben estarse divirtiendo mucho, con todo el escándalo que suena hasta acá— comentó en bereber un soldado a otro.

—Algún día, si Alá quiere, nosotros estaremos en la cima de este imperio; no lo olvides. Solo agacha la cabeza y continúa sin quejarte— contestó el otro soldado en bereber.

Los soldados bereberes, a diferencia de los árabes, no portaban cota de malla, solo una túnica gris y un turbante blanco. Sostenían una lanza para defenderse, y como rasgo particular, su piel era más morena que el resto de los árabes.

En ese momento, se escuchó un ruido como de viento; lo que hizo que los soldados voltearan hacia al lado contrario de la ciudad, pero no vieron nada. Extrañados, regresaron su vista hacia el puente, cuando, incapaces de comunicarse el uno con el otro, cayeron muertos uno a uno, sin que pudieran siquiera darse cuenta qué fue lo que sucedió.

Los soldados que estaban frente al pueblo vislumbraron a un hombre solitario de pie sobre el puente del rio Munda. No se podía distinguir bien por culpa del calor de verano español, pero podían observar que el sujeto portaba una capa marrón, la cual sujetaba con su mano izquierda y cubría su cabeza como una capucha revoloteando en el viento polvoso. También era notable el brillo de una espada que portaba en su mano derecha.

—¡Eh niño! ¿Qué asuntos tienes en este lugar? — le gritó en árabe un guardia que estaba sujetando por los cabellos a una niña rubia, la cual había salido a escondidas de la ciudad para buscar a su padre; pero los soldados la habían atrapado para abusar de ella.

—Esta ciudad ha caído en manos del gran Al-Mansur; lárgate o te mataremos— continuó gritando el soldado.

Pero el muchacho estaba completamente inmóvil, como si éste no hubiera escuchado o lo hubiese ignorado completamente.

—¿No entiendes árabe, cristiano imbécil? — le gritó el guardia, mientras los demás hombres reían al ver que dicho muchacho parecía desafiarlos.

—Bueno, te advertimos mocoso— volvió a gritarle el guardia, al momento que soltaba a la niña y tomaba su cimitarra para pelear contra el chico; cuando de repente, ante los ojos horrorizados de los soldados, el muchacho había desaparecido cual relámpago.

Entonces un guardia gritó horrorizado, ya que el brazo del soldado que le había gritado al chico se encontraba volando y haciendo círculos por los cielos. Aún empuñaba la cimitarra con la cual había amenazado al joven con capa.

Incrédulos, los hombres voltearon hacia atrás de ellos, mientras el brazo caía en el suelo, y el guardia gritaba de dolor por la herida causada. El joven se encontraba justo detrás de ellos con la espada empuñada.

Los soldados, instintivamente, se arrojaron a atacarle; pero el muchacho volteó y pudo verlos con unos ojos verdes llenos de ira que se lograban ver de su rostro, y en instantes, los soldados cayeron al suelo; unos decapitados y otros cortados a la mitad.

La niña que los soldados habían secuestrado se encontraba viendo con sorpresa y llanto al joven que mató a sus captores.

—Huye— le dijo el muchacho en gallego antiguo[3] a la pequeña niña que vestía un vestido azul desgarrado. —Voy a acabar con todos estos bastardos—

La niña, aún sin capacidad de poder formular una oración coherente por el trauma que había sufrido, asintió entre sollozos y sollozos, y corrió de ahí.

El joven arrojó su capa y corrió a una velocidad inhumana hacia las murallas destruidas de Coímbra; los soldados no pudieron ni siquiera darse cuenta del ataque cuando empezaron a caer en decenas muertos en pedazos.

Los guardias moros que empezaron a descubrir que estaban bajo ataque, comenzaron a alertar al ejército que sacasen las armas, que parecía que un grupo de soldados enemigos estaban irrumpiendo en las ruinas de la ciudad.

Soldados empezaron a salir con sus cimitarras y arcos para defender las ruinas de la ciudad, pero era inútil; sus cabezas, brazos e interiores llovían en la ciudad. Los moros vislumbraban al joven con ojos llenos de ira levantando su espada, ahora de color rojo por la enorme cantidad de sangre que había derramado.

—Es él, es él, atacadle— gritaban en árabe los soldados que no podían hacer nada para defenderse.

Los pocos que podían golpear al muchacho con sus espadas, veían con horror como éstas se rompían, como las flechas rebotaban como si su cuerpo fuese de acero a pesar de no traer consigo ningún tipo de malla o armadura.

Cuando el muchacho llegó a la plaza principal del pueblo, comenzó a correr hacia una casa a los alrededores y abrió la puerta. Dentro, yacía el cadáver de una mujer con flechas atravesadas en su espalda; y que tenía abrazado a un niño, quien había sido también alcanzado por los ataques. El joven se inclinó mientras le tocaba el rostro a la mujer y le cerró los ojos. Lentamente, se puso de pie y vio cómo, en el dintel de la puerta, había algunos soldados con arcos apuntándole.

En gallego antiguo, el joven les dijo: —No dejaré que la ensucien más, harto de bestias—

Inmediatamente, las cabezas de los soldados cayeron rodando en el suelo, mientras el muchacho desenvainaba nuevamente su espada. Salió de la casa y volteó a ver que había un soldado muerto de miedo.

—¿Dónde está su líder? Ese tal Almanzor— le preguntó en gallego antiguo.

Nerviosamente, el soldado, que, aunque no entendía gallego, pudo identificar la palabra Almanzor, y temblando, indicó hacia la colina de Coímbra en donde se levantaba la modesta catedral de la ciudad.

El muchacho volteó a ver la edificación y sus ojos brillaron de un color verde muy intenso; al mismo tiempo que el soldado caía muerto al suelo con su cabeza separada de su inerte cuerpo.

Rayos eléctricos empezaron a emanar del cuerpo del joven y un ligero temblor se sintió en toda la zona. Debajo del muchacho había aparecido una grieta en el suelo, la cual había sido causada con su enorme poder.

En un río de cadáveres y sangre de soldados moros, el muchacho llegó frente la catedral de Coímbra y gritó a todo pulmón: —¡Almanzor, sal de una vez para que te mate, hijo de puta! —

Los soldados salieron e intentaron atacarlo con sus flechas, lo cual resultó inútil. Piedras, saetas, e incluso aceite hirviendo que había servido para repeler sus ataques anteriormente, fueron arrojados al joven; pero solo lograron dañar sus ropas. El muchacho se mostraba completamente ileso.

La catedral de Coímbra no era una edificación excepcionalmente grande. Históricamente, había servido como cede episcopal desde época de los antiguos romanos.

Dicha edificación se encontraba bastante vieja y un tanto descuidada. Los muros amarillentos se encontraban agrietados y las estatuas de santos en las paredes ya se encontraban desgastadas. Una excelsa puerta de cedro se interponía entre el joven y el interior de dicho edificio santo, aunque la madera ya se encontraba llena de moho y un tanto podrida.

—Mi madre, mataste a mi madre y a mis amigos, asqueroso moro de mierda. Sal de una vez si eres tan valiente y defiéndete con tu espada— gritó el muchacho.

Los soldados cayeron en pánico y empezaron a huir.

—¡Un genio! — gritaban, mientras rompían filas.

—¡Por Alá, nos ataca un monstruo, un demonio! ¡Hemos enfurecido a los genios! — gritaban otros, mientras huían.

Mientras tanto, Al-Mansur, quien se encontraba rezando junto con sus soldados de élite y su personal de confianza dentro de la segunda sala de la catedral; fue irrumpido abruptamente por los soldados avisando que se encontraban bajo ataque.

—¡Pues deténganlos! ¿Cuántos son? — preguntó furibundo Al-Mansur.

—U.…u.…uno señor— contestó nervioso el soldado que lo alertó.

—¡¿Qué?! ¿Solo uno? Pedazos de imbéciles borrachos. ¿Cómo una sola persona los está derrotando? — gritó molesto Al-mansur.

—Es un monstruo, señor… un genio— contestó el soldado.

—¡¿Un genio?! ¿Eres idiota o qué? — respondió furioso el caudillo.

—Vayan y deténganlo— dijo el caudillo. Luego, les hizo un ademán a sus soldados de élite. —Ustedes, protejan mi vida, por Alá, voy a aplastar a este sujeto— les ordenó.

El muchacho, al ver que el conquistador moro no aparecía, furioso, pateó la puerta principal de la catedral y la rompió como si fuera de barro. Cabe destacar que dicha puerta era de más de tres metros de altura y pesaba más de doscientos kilos.

—¡Almanzor! — continuaba gritando el joven como si estuviera poseído por un demonio; mientras que los soldados empezaban a ser ya casi inexistentes, ya sea porque hubieran muerto o hubieran huido al creer que los atacaba un demonio.

Al-Mansur, rápidamente, trajo a su séquito de exorcistas, y furioso, jaló de su brazo a la líder de este grupo.

—¡Manden a ese genio al abismo, ahora mismo! — le gritó a la mujer que usaba un atuendo que le cubría parte de su cara con un velo.

—Mi señor— respondió la mujer, —jamás hemos visto una manifestación física de un genio; estos solo poseen humanos y nosotros los exorcizamos. Los genios no suelen manifestarse de una manera física, a menos que…—

El conquistador moro, furioso, golpeó con su cetro a la mujer exorcista rompiéndole dos dientes y haciéndola escupir sangre mientras caía al suelo.

—No te pedí explicaciones, te dije: ¡HAZLO! — le respondió furioso el caudillo moro.

—Si no puedes, te decapito aquí mismo— continuó con su amenaza.

Pero era demasiado tarde, la segunda puerta que separaba al muchacho del caudillo frente de ellos se derrumbó bajo un estruendo y un temblor.

El joven se encontraba de pie en el agujero del dintel creado por éste mismo. Sus ojos verdes estaban llenos de ira y odio, cual osa cuyos cachorros han sido asesinados; mientras que sus cabellos lacios de color marrón volaban al viento. Su piel ligeramente morena se encontraba completamente bañada con la sangre de los soldados que había asesinado, igual como su espada, ahora de color rojo carmesí.

El muchacho miró fijamente a Al-Mansur, mientras hacía una mueca de desquiciado psicópata.

La enorme y larga habitación donde se encontraba Almanzor estaba en completa oscuridad, solo unos breves haces de luz entraban directo desde los pequeños agujeros que fungían como ventanas. La habitación olía a moho y humedad. Las bancas que se encontraban en dicha habitación estaban rompiéndose y en muy mal estado. En el fondo, en el altar, Almanzor había ordenado retirar el crucifijo y sus hombres habían colocado letras en árabe que significaba: “Alá”. Además, tapetes persas que Almanzor y sus hombres habían traído se encontraban aún en el suelo. Sobre éstos, ellos se inclinaban en dirección a la Meca para rezar.

—¿Así que tú eres el líder de los moros? — preguntó el joven, mientras se acercaba lentamente con una mirada de asesino hacia el caudillo.

—¿Quién eres tú? — le preguntó en gallego Al-Mansur al muchacho, mientras caía al suelo muerto de miedo.

Los soldados de élite del conquistador moro, rápidamente, intentaron atacarlo; pero como si fuese un relámpago, solo se pudieron ver sus cabezas girar en el cielo y caer junto al caudillo quien tiritaba de miedo.

—¡Exorcícenlo, exorcícenlo! — gritaba y gritaba; pero las mujeres estaban paralizadas de terror, al mismo tiempo, sin poder mover un solo músculo.

—¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo, preguntas? — respondió el muchacho con una voz nerviosa llena de deseos funestos.

—¡En el infierno no necesitarás saber eso, hijo de perra! — gritó furioso.

Y de repente, el muchacho desapareció ante los ojos del moro, sabiendo éste que su fin había llegado.

Pero cuando el muchacho atravesó con su espada el cuello del caudillo moro, se dio cuenta que no hacía efecto. La espada lo atravesaba tal cual atravesaría un rayo de luz. El muchacho intentó e intentó cortarlo, pero no sucedía nada.

Viendo con mayor atención, parecía que Almanzor se había inmovilizado, como si se viese en una pintura. Y no solo él, sino también las mujeres exorcistas detrás de él. Igualmente, todo el ambiente lucía como si se hubiesen perdido algunos colores, y como si una tonalidad azul grisácea se hubiera apoderado de la gama de colores alrededor.

—¿Qué pasa? ¿Qué demonios hicieron esas brujas? — gritó furibundo el muchacho, mientras seguía intentando matar sin éxito al caudillo.

El joven se apartó y vio todo a su alrededor, ese color azul grisáceo cubría todo el ambiente. Todo estaba paralizado, absolutamente todo; incluso piedras y gotas de sangre que estaban cayendo, ahora se encontraban suspendidas en el aire.

El furioso chico se retiraba caminando de espaldas con mirada de incertidumbre al ver dicho fenómeno. Todo eso era, sin duda, causado por las brujas que se encontraban junto al conquistador moro.

Entonces, escuchó la voz de una mujer detrás de él.

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué dios te encargó tomar la vida de estos hombres? ¡Contesta! — la voz de la chica detrás del joven hablaba imperativamente con un toque de molestia.

El muchacho se aferró a su espada llena de sangre y volteó a verla.

La chica misteriosa era una mujer morena con su rostro tapado con una túnica azul verdosa; similar como las mujeres bereberes se vestían. Solo se podían vislumbrar sus ojos color ámbar muy hermosos y potentes, y un rizo pelirrojo en su frente. Portaba, bajo la túnica, una blusa azulada, una falda de color violeta y unos zaragüelles verdes con unas zapatillas rojas. Ella se encontraba de pie justo en el dintel de la puerta que el muchacho había creado para entrar a la habitación.

—Contesta ¿Quién eres? ¿Cuál es tu rango? ¿No sabes que esta región está bajo mi jurisdicción? — la muchacha continuaba interrogando con una mirada de impaciencia al joven.

—Vine a matar a estos sujetos porque mataron a mi madre y a mis amigos. No te interpongas y deshaz tu magia, bruja— bufó el joven furiosamente.

—No ataco o golpeo a las mujeres, así que no te haré daño; deshaz tu magia— continuó diciéndole el muchacho manchado en sangre.

—¿Tu madre? ¿De qué demonios hablas? — le preguntó la mujer con mirada de incredulidad.

—Tus asuntos personales llévatelos fuera del mundo de los humanos, chico— prosiguió la mujer. —Si no te mueves de aquí, te voy a tener que atacar para interrogarte—

El joven sonrió con una mueca de sarcasmo.

—Nadie jamás me ha podido hacer sacar una sola gota de sangre, una chica menos podrá; aunque sea una bruja muy poderosa— dijo.

—Uy, cuanta confianza de ti mismo tienes, pequeño, pero tu nivel divino es muy bajo; no tienes oportunidad contra mí— le dijo la chica, mientras se empezaba a mover y mostraba la palma de su mano.

En ese momento, sus uñas crecieron como si fueran las uñas de un felino, pero dichas uñas lucían como si fueran de fuego. El muchacho vio eso con incertidumbre.

—Bien chico, última advertencia. Si no me dices quién te mandó o quién eres, le tendré que preguntar a tu cuerpo— dijo la chica de manera amenazante, mientras que continuaba caminando lentamente hacia el joven.

—Ya te dije, no quiero problemas con una chica— respondió el muchacho furibundo.

El joven aún hablaba cuando se dio cuenta que su brazo derecho había desaparecido. La chica estaba a sus espaldas con su garra aún levantada; y entonces guardó sus uñas. El muchacho empezó a ver todo borroso y en instantes perdió la conciencia.

 


[1] Conquistador musulmán del Califato de Córdoba. Logró varias victorias en España y el norte de África durante los años 973 y 999.

[2] Cultura en el norte y centro de la península arábiga.

[3] Lengua usada en el noroeste de España en la Alta Edad Media. Ésta se convertiría en la lengua madre del gallego moderno y el portugués.

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